Alliec |
Más que decir helada, claro. Cada cierto tiempo sale una noticia relacionada con la crionización humana. Es algo cíclico, no una novedad, es cierto. La de este final de verano ha sido que ya están aquí. O por lo menos lo intentan.
Desde entonces no hago más que darle vueltas a una de las historias -reales- que nos cuenta el novelista Julian Barnes en su obra Nada que temer, un caso que refleja a la perfección cómo la realidad siempre termina por imponerse, por las buenas o por las malas. La vida es tragicómica, qué le vamos a hacer. Aunque me da que si la acción hubiese transcurrido en el siglo XIX en vez de en la actualidad... No sé, quizás hubiera tenido un cierto aire novelesco. Ahora... Sinceramente, no sabría describirlo.
Históricamente, el Estado francés sólo admitía dos clases de seres humanos en su territorio: los vivos y los muertos. Nada más en medio. Si estabas vivo, te permitían deambular y pagar impuestos. Si estabas muerto, tenían que enterrarte o incinerarte. Cabría pensar que es una clasificación típicamente burocrática, por no decir ociosa. Pero hará unos veinte años su verdad jurídica fue causa de disputa en los tribunales.
El caso se presentó cuando una mujer apenas entrada en la mediana edad, a punto de morir de cáncer, fue congelada criónicamente y depositada en una unidad de refrigeración por su marido. El Estado francés, negándose a aceptar que ella no estaba muerta, le exigió que la sepultara o la incinerase. El marido llevó el caso a los tribunales y a la postre obtuvo el permiso de mantener a su esposa en el sótano de su casa. Un par de decenios después, él también cuasi murió y fue asimismo criónicamente congelado a la espera de la reunión conyugal que tan profundamente había previsto.
Para los tanatoliberales, que buscan una posición intermedia entre el enfoque de libre mercado de la vida -tira el producto después de usarlo- y la utopía socialista de la eternidad para todos, la criónica podría ofrecer una respuesta. Te mueres, pero no mueres. Te extraen la sangre, te congelan el cuerpo y te mantienen vivo, o al menos no totalmente muerto, hasta que llegue el momento en que tu enfermedad sea ya curable, o la esperanza de vida se haya prolongado tanto que despiertes con muchos años nuevos por delante. La tecnología reinterpreta la religión y depara una resurrección creada por el hombre.
Esta historia francesa terminó hace poco de un modo lúgubremente conocido; un fallo eléctrico elevó la temperatura de los cuerpos hasta un nivel que hizo imposible el retorno a la vida, y el hijo de la pareja tuvo que enfrentarse a la pesadilla de todos los dueños de un congelador. Lo que más me impresionó del episodio, sin embargo, fue la fotografía de periódico que lo ilustraba. Sacada en el sótano de la casa francesa, mostraba al marido -a la sazón «viudo» desde hacía muchos años- sentado junto a la obsoleta maquinaria que albergaba a su mujer. Encima del congelador había un florero y una fotografía enmarcada de la mujer en su seductora plenitud. Y allí, al lado de aquel recipiente de esperanza absurda, se sentaba un anciano demacrado y de aire deprimido.
Imaginé por un momento que todo funcionaba según lo previsto y ella se despertada, cielos que pesadilla!!!
ResponderEliminarUn saludo
@Pilar, ¡imagina! Una pesadilla además tanto para ella como para nosotros.
ResponderEliminarBesos.
¡vaya pesadilla!, se tuvo que mover el pobre marido para luchar por su mujer, menos mal que esas cosas hoy en día ya no ocurren.
ResponderEliminarfeliz semana.
@Ricardo Miñana, bienvenido de nuevo.
ResponderEliminarMucho me temo que estas cosas siguen pasando, solo que de una manera menos... casera.
Feliz semana.